El ajuar de la inocencia

—No sé si iré al baile —dijo, sacando la navaja del barreño—. Supongo que sí. Luego se encogió de hombros y se acercó decidida, apartándose de un soplido los cuatro mechones que le caían sobre la frente, y secando el filo de la herramienta en la cenefa del delantal. A continuación, y sin perder la celeridad, se inclinó ante Elio con el propósito de concluir su labor, gesto al que él respondió con un prolongado suspiro. Fue entonces cuando el aroma de las naranjas le envolvió el olfato como un pañuelo. Nena siempre olía bien; olía unas veces a limones verdes y otras a la flor del naranjo, y el muchacho no sabía si es que guardaba algún perfume secreto en uno de los cientos de frasquitos de aquel salón, o si bien eran sus tiernos pechos los que destilaban tan divina esencia.

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